CON EL CAÑÓN EN LA BOCA

Un espacio para el desahogo, para el ahogo, para la soledad, para la compañía, para perder el control y retomarlo, para perderse completo y reencontrarse a medias, para ser un personaje y ser el autor al mismo tiempo, para gritar desaforado todos los silencios.

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Nombre: Ricardo Hinojosa Lizárraga
Ubicación: Miraflores, Lima, Peru

Comienzo esto a la edad en que otros han terminado todo lo que les quedaba por hacer en vida: Hendrix, Morrison, Janis, Cobain. Que poco pueden parecer a veces 27, cuanto pueden significar en otras ocasiones. Fuera de eso, ya cumplí con los rituales del colegio y la universidad, el de los vanos intentos de socialización, el de la escuela de vida que te prepara para saber adonde no volver, o como extraviarte totalmente en la búsqueda de ser individual y no borrego de modas y antojos circunstanciales. Aunque, a pesar de eso, prosiga ahora como todos, como uno más, ganándome el pan y trabajando, cumpliendo protocolos y horarios, aunque prefiera quedarme en casa, escribir según mi ánimo, darle curso al onanismo (el mental y todos sus hermanos), almorzar cuando no toque, escupir al cielo eventualmente o sencillamente chasquear los dedos frente al público y hacer mi gran desaparición. A pesar de todo eso, estoy aquí, sacando bien, siempre con el cañón en la boca, tentando el número final que me haga perenne.

abril 21, 2008

Arequipa: Magia blanca

Arequipa no sólo es sinónimo de paredes níveas, volcanes señoriales o conventos que guardan silenciosos los secretos mejor guardados de la época colonial. Es, aunque pocos lo perciban, un destino turístico con un encanto tan mágico como sus noches y tan embriagante como sus potajes: una ciudad con vida propia.


La caminata había sido agotadora y los hombres que acompañaban al soberano no podían continuar andando cargados de pertrechos bajo el agobiante calor que incendiaba la campiña. Los animales tenían la lengua afuera y multitud de hombres confundían sus sudores casi mitológicos con el desplume de los viejos cóndores que iban siempre hacia ningún lado, hacia todos. Con una mirada montañosa le suplicaron al soberano una tregua en el largo periplo. “Ari qhipay”, les dijo él, con su mascaypacha casi inmutable. Fue entonces cuando el Misti empezó a ver, bajo sus faldas de apu soberbio, como crecía lentamente la majestuosa presencia de una urbe forjada con el sillar de los siglos, construida con manos, más tarde con artefactos primitivos, luego con herramientas, con sangre inocente y culpable, pues sobretodo fue construida con hombres.

Por ello, oídos y percepciones sensibles pueden notar aún hoy, en la moderna Arequipa del siglo XXI, la herencia sensorial que todas las generaciones precedentes han dejado en sus calles y en el aire serrano y ancestral que se respira. Desde los primeros indígenas naturales de la zona, pasando por los súbditos de Mayta Cápac que cayeron seducidos por los secretos milenarios susurrados desde el Cañón del Colca, estrellándonos con los conquistadores españoles que aseguraban venir a fundarnos cuando en realidad lo hicieron para fundirnos, hasta la diversidad cosmopolita que convierte a la alba capital andina en uno de nuestros destinos turísticos más importantes, cuya belleza va más allá de las trabajadas fotografías de los catálogos de PromPerú y funde en un abrazo geográfico los atractivos paisajísticos con el legado de las edificaciones erigidas por los antiguos pobladores.

Al igual que antes hoy, sobre los techos de las casonas, sobre las cabezas con preocupación peruana dizque posmoderna, sobre los automóviles sin autocrítica, casuales cóndores abufandados se dividen el cielo con los gallinazos en pactos secretos, desconocidos para los hombres. Vuelan por sobre todas las cosas y por sobre todos los años. Observan, fascinados, los alrededores más significativos de la ciudad, aquellos que ningún ave extranjera, de paso o de peso, debe dejar de visitar. Pasean sus seis metros de ancho por Socabaya por ejemplo, enamorados de “Las peñas”, esas maravillosas cuevas naturales que destilan agua en forma de sumideros; de Tiabaya y sus bosques de sauces y eucaliptos; de Yanahuara, donde quisieran ser bípedos y bajar para observar al Misti y sus nevados primos desde los arcos miradores, donde la poesía de vates como César Atahualpa Rodríguez o Alberto Hidalgo, célebres coterráneos de los señores cóndores, es mudo ornamento que vive de gozar el paisaje en una eterna epifanía. Y así, en su vuelo imposible, los alados ídolos atraviesan Cayma y besan el templo San Miguel Arcángel, otean nuevamente la ciudad desde Sachaca y se detienen a descansar bajo la sombra del Molino de Sabandía. Un diálogo mítico con los auquénidos pone momentáneo fin a su paseo. En las calles, los hombres nunca los vieron ser parte del viento, ese soplido del Inti que besa la Pileta del Tuturutu, el Convento de Santa Catalina, la iglesia de San Francisco y los arcos de la Plaza de Armas, antes de dormitar la historia.

Arequipa es más que un paladar excitado por el rocoto relleno, el cuy chactado o los chocolates de la Ibérica; incluso más que el city tour borrego que encasilla la imaginación y la libertad de vuelo y sabidamente más que cualquiera de las fotos más kodak moment que tomen los turistas. Hay una Arequipa viva detrás de Arequipa. Basta buscar el recuerdo misericordioso de Mayta Cápac, la percepción sanguínea que obsequia la paz de sus verdores o la sombra siempre esquiva de los cóndores que saben tanto como la tierra. Nada más.


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