CON EL CAÑÓN EN LA BOCA

Un espacio para el desahogo, para el ahogo, para la soledad, para la compañía, para perder el control y retomarlo, para perderse completo y reencontrarse a medias, para ser un personaje y ser el autor al mismo tiempo, para gritar desaforado todos los silencios.

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Nombre: Ricardo Hinojosa Lizárraga
Ubicación: Miraflores, Lima, Peru

Comienzo esto a la edad en que otros han terminado todo lo que les quedaba por hacer en vida: Hendrix, Morrison, Janis, Cobain. Que poco pueden parecer a veces 27, cuanto pueden significar en otras ocasiones. Fuera de eso, ya cumplí con los rituales del colegio y la universidad, el de los vanos intentos de socialización, el de la escuela de vida que te prepara para saber adonde no volver, o como extraviarte totalmente en la búsqueda de ser individual y no borrego de modas y antojos circunstanciales. Aunque, a pesar de eso, prosiga ahora como todos, como uno más, ganándome el pan y trabajando, cumpliendo protocolos y horarios, aunque prefiera quedarme en casa, escribir según mi ánimo, darle curso al onanismo (el mental y todos sus hermanos), almorzar cuando no toque, escupir al cielo eventualmente o sencillamente chasquear los dedos frente al público y hacer mi gran desaparición. A pesar de todo eso, estoy aquí, sacando bien, siempre con el cañón en la boca, tentando el número final que me haga perenne.

setiembre 29, 2006

LA DOLCE BEAT



Han pasado 50 años desde que el fenómeno Beat remeciera por primera vez los cimientos más firmes de la pacata sociedad norteamericana de posguerra. A pesar de ellos mismos, de su independencia creativa y de su dependencia y experimentación con numerosas drogas, su mensaje logró calar hondo en muchos jóvenes que andaban sin rumbo, en busca de una señal que les indicara un mundo quizá no mejor que el de siempre, pero que al menos les ofrecía sólo una única regla: ser libres. Señalados como enemigos de la sociedad, perseguidos por la ley, acusados de degeneración y obscenidad, los Beats han hecho perdurar la esencia de un mensaje probablemente hoy más vigente que nunca: esa verdad que se oye en los gritos de auxilio de los marginados, de todos aquellos a los que la sociedad niega una posibilidad de reinserción…y de redención.


Neal, ahora seremos héroes de verdad/en una guerra entre nuestra vergas y el tiempo:/seamos los ángeles del deseo del mundo/y llevémonos el mundo a la cama con nosotros antes de morir.
Allen Ginsberg, El automóvil verde



Alguna vez los llamaron peyorativamente Beatniks. La carrera espacial y la guerra fría estresaban al mundo y el satélite ruso Sputnik – primer peregrino terrícola que recibiría la vía láctea - estaba de moda en esos años. Pero, irónicamente para algunos, quizá hoy resulte aún difícil aceptar el carácter profético de esa joda. No muchos tolerarían que aún hoy esos paladines del exceso orbiten sobre nuestras cabezas y más allá de los muchos prejuicios que siempre han intentado minimizar su obra.
Conocido es que la historia de la literatura ha visto desfilar muchos personajes caracterizados por su poca predisposición a aceptar los lineamientos del sistema, verdaderos arquetipos del “malditismo” más “ortodoxo”, desde Francois Villon hasta Jean Genet, sin olvidarse claro de genios como Baudelaire, Rimbaud, o Poe. Ladrones, asesinos, drogadictos, homosexuales, alcohólicos. La pregunta sobreviene inevitable: ¿Es posible conjugar en armonía el arte y lo prohibido? ¿Lo censurado y lo incensurable?
Los Beats se convirtieron en los más preclaros representantes del peculiar sincretismo de estos antagónicos conceptos durante el siglo XX, escribiendo cada párrafo a ritmo del jazz de Charlie Parker o Dizzy Gillespie (El axioma “Primer pensamiento, mejor pensamiento”, que sintetizaba el estilo de escribir de los Beats, está inspirado en la libertad de acción del jazz), viviendo al margen y motivando virulentos comentarios acerca de sus integrantes, como el de cierta reseña periodística de la época: “Gregory Corso era un caso perdido. Era un chico malo, un rebelde sin causa”, a lo que siguió la más amplia descripción del prontuario delictivo de uno de los más reconocidos miembros del movimiento Beat. Y de repente, como una canción aprendida de memoria, surgían a su alrededor los nombres de toda la tropa de encantadores y desencantados sinvergüenzas: Kerouac, Cassady, Burroughs, Ginsberg, Ferlinghetti. Todos reunidos en la librería City Lights pariendo, quizá sin querer, lo que más tarde se conocería como contracultura. Una vez reconocidos por el público, Kerouac intentó reivindicar el significado de la palabra Beat: “Beatitud”, “Beatífico”, conexión que se explicaba porque en sus ideales, el movimiento se sentía atraído por la naturaleza de la conciencia orientada a la comprensión del pensamiento oriental. El fracaso, la derrota u oscuridad (Beat = golpeado, según la definición apócrifa dada por los medios) precedentes a la apertura a la luz.
Aunque para el americano promedio intolerante, solo se traba de otra burda caterva de adictos a las drogas, el alcohol y el sexo. Para todos y entre todos. Si individualmente hablamos de tres indiscutibles pruebas de inmoralidad para la época, el paquete completo era ya el colmo. El escándalo no se hizo esperar. El zamaqueo del american way of life ante las habilidades literarias y el carisma y popularidad de sus bastardos, tampoco. El germen para la generación de las flores y la V hecha con los dedos a cada prójimo. Sí pues, Dylan, Joan Baez, Jerry García, Ken Kesey y la Era de Acuario, tal como se entendió en los 60s, tuvieron padres. Y de pronto en ese contexto Corso – el chico malo - fue uno de los gérmenes de la explosión del flower power que cambiaría al mundo en esos años. De pronto también Burroughs, aquel que intentó desmarcarse de la cuestión Beat para terminar convirtiéndose en su mentor y que años atrás asesinara a su esposa obnubilado y pasuchi a causa de la benzedrina y quien sabe por qué más. Y no olviden a Ginsberg, judío, comunista, homosexual, vocero extraoficial de las minorías y los inadaptados, que se liberaba con drogas como si al hacerlo liberara a su madre del manicomio en el que se extinguió de a pocos. Mientras tanto, Kerouac y Cassady germinaban lo mismo desde el fondo impronunciable de sus botellas, con el suficiente alpinchismo requerido por la historia de la literatura universal, para hacerle frente a los obstáculos que, como callos en el cerebro, ostentan las mentes mediocres y geométricas de siempre. La censura existió pero Catón ya estaba muerto. Los Beats bailaron sobre su tumba.


Adolescentes perpetuos

Aunque, a decir verdad, en esencia lo único que ellos buscaron intencionalmente fue lo mismo que busca un adolescente confundido: ser escuchado por sus padres. Pataletas algunas veces, verdadera rebeldía otras. Alcoholismo y banal drogadicción. Pública y tormentosa tendencia a la autodestrucción. Talento literario suficiente para desnudarse por completo ante el lector. Cojones suficientes para evitar la autocensura y poder zurrarse en la hipocresía de sus contemporáneos. Era hora de quitarse el esparadrapo de la boca y decir las verdades que nadie más decía. Si sus padres generacionales no los escuchaban, a causa de la sordera que produce el chauvinismo, el Tío Sam sí lo haría y, sintiéndose amenazado, castigaría con índice acusador, primera piedra entre ojo y ojo, censura social y represión absoluta. La excomunión sigue siendo esperada. Y ante esto los Beats se cagarían de risa compartiendo una hipodérmica en algún cuartucho, irremediablemente empapelado de poesía, para que las miradas del prejuicio exterior no interrumpan la ceremonia.

Les enfants terribles

Estos individuos, evidentemente considerados outsiders, (por no decir parias), de una sociedad fofa y con la faja ajustada e imprecisa, - pues solo las calles que transitan tienen algo de concreto - germinaron algo que el establishment siempre ha considerado peligroso y que también, desde La República de Platón y El Quijote hasta En el camino del mismo Kerouac y muchas más en adelante, siempre ha sido visto por la literatura y la filosofía como algo intrínseco al hombre, pero cuya naturaleza y real significación anda cada vez más postergada: la iniciativa. La capacidad de preguntarse ¿Por qué?, de ser diferente por convicción, de dudar de lo preestablecido, no solo como parte del carácter iconoclasta propio del artista, sino llevando consigo un criterio de equilibrio social, búsqueda de la conciencia, prevalecimiento del raciocinio y la exaltación de la vida desbordando todos sus límites, por más hedonista, temeraria o criticable que suene la invitación. Esa era la verdad expresada incesantemente en sus escritos y en esa manifestación de vitalidad inagotable apellidada Cassady. Ese que no publicó nunca pero cuya manera de vivir y cuyas cartas inspiraron directamente la manera de escribir de Kerouac, por mencionar sólo uno. El sendero sin final, el abismo al que hay que llegar para encontrar la verdad y a través de ella una posibilidad de reivindicación, se ve retratado de diversas maneras en novelas como El almuerzo desnudo (Burroughs), En el camino (Kerouac), o el mencionado poema Aullido (Ginsberg) y a lo largo de toda la obra de Corso, Ferlinghetti y otros como Gary Snyder, Carl Salomon o Philip Lamantia.


Los Beats no solo dieron el impulso necesario a la generación que protagonizó la década que más y mayores cambios produjo en el siglo XX, no solo en Norteamérica sino a nivel global (lucha por la igualdad racial, la liberación femenina, el fin de la guerra de Vietnam, las exigencias sociales por cambios esenciales en la economía y la política mundial, etc.) sino que dejaron una enorme bibliografía como legado para jóvenes que aún hoy, 50 años después, encuentran ideas en común, curiosidades similares y un grado de identificación y contemporaneidad en los problemas constantes que enfrentar, para con ellos mismos, su familia y la sociedad, que difícilmente encuentran en otra generación de escritores.


El aullido del gurú judío

Este año se cumplirán 50 años de la publicación oficial – gracias a City Lights, la editorial y librería de Lawrence Ferlinghetti – de un Aullido que más que cualquier otro, causó ¡al fin! el verdadero estrépito que la sociedad norteamericana de posguerra, hasta entonces arrullada por el heroico Eisenhower y por el desenfrenado Macarthy, necesitaba para generar una actitud distinta. Algo más rudo que el tecito casero de la hipocresía social, un relámpago de creatividad y lucidez (a pesar de las drogas o por ellas mismas, merecen el beneficio de la duda) que caliente la idea del pacifismo y enfríe hasta helar la guerra que ya se cocinaba en las mentes de su cúpula gobernante.

Aullido (Howl, 1956) no solo fue censurado por obscenidad y pornografía – al igual que, por ejemplo, Yonqui, de William Burroughs - sino que puso la cruz sobre el sereno y hasta entonces tímido Ginsberg, de escritor maldito. Y ese malditismo fue, a posteriori, absolutamente consecuente con el color de la aureola (o perdón, de los cuernos) que ostentarían todos, algunos más temprano que otros. Satanizados y negados como ejemplo para los “propósitos educativos” que su país “requería” ya entrados a la Guerra de Vietnam (y antes en Corea) y exaltados más tarde, cuando convenientemente se les empezó a etiquetar como un nuevo producto de la mass media, como una manera de trivializar su mensaje, pero finalmente reivindicados por la historia, como solo ocasionalmente hacen los anti héroes, los que escupen al cielo para que este los absorba a su parnaso una vez muertos.


El sobreviviente

1956 fue el año en que por primera vez Allen Ginsberg reconoció pública y literariamente haber visto a las mejores mentes de su generación destruidas por la locura (no solo en su país sino en sus numerosos viajes alrededor del mundo, uno de los cuales lo traería al Perú, siendo (a)cogido por Martín Adán, con quién se dice mantuvo un tormentoso affaire) y, 50 años después, el único que puede atestiguar que tanto él, como Kerouac, Burroughs, Cassady y Corso existieron de verdad y no son solo unas fotos falsas, cartas apócrifas o unos videos trucados por alguna agencia del gobierno que quiere inventarle al mundo que siempre hubo rebeldes y que no se preocupen por concebir más, es Lawrence Ferlinghetti quien, a punto de cumplir 87 años y con una imagen física que recuerda al Whitman que tanto admiraron él y sus partners, mantiene sostenido entre sus travesuras de abuelito picarón, el espíritu fundamental del artista Beat. “Y yo soy el cronista de un periódico/de algún otro planeta/que ha sido enviado a escribir la vida/ en el planeta tierra/ a contar las historias/ de qué, cuándo, cómo, dónde y por qué”, escribió alguna vez él mismo, y tuvo razón. Sigue entre nosotros. Él, que fue el escogido para ponerle a “El Libro” la palabra FIN.


En una de sus últimas apariciones públicas de relevancia, en la Ciudad de México hace casi tres años, y al lado de sus amigos, escritores, bohemios y demás joyitas, fue el protagonista de una aún recordada sesión de beatinismo recargado en el legendario Cabaret Bombay: los efluvios del alcohol y la poesía eran inversamente proporcionales a los de su coherencia y tranquilidad. Así que el buen Larry, en la cumbre de la juerga, subido al estrado de la orquesta y en una admirable actitud, mezcla de vigente juventud y beodo mesianismo, declamó una oración sobre la ética y la validez de la poesía Beat y el derecho inalienable para cada uno de nosotros, de discrepar con la realidad impuesta que hiere a tantos y que culminó con la arenga final con que el viejo general exhortó a sus tropas de paz y constructiva locura: “¡Viva la Poesía, religión proscrita por la estupidez universal!, ¡Viva el salón Bombay!, ¡Viva Zapata!, ¡Vivan los zapatistas! ¡Viva Walt Whitman! ¡Viva América libre!”.
El FIN parece bastante lejos. Imposible mientras el anciano sabio de la tribu se sepa inmortal.

“¡De ninguna manera!, tronaron los dioses/¡Todo lo que has obsequiado nos pertenece!¡Nosotros lo creamos!/Incluso creamos a aquellos como tú!”./ Entonces fue cuando obsequié a los dioses. Gregory Corso.

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setiembre 21, 2006

Como seguir mientras todo pasa


El entusiasmo cae como una bolsa desde un décimo piso. Las columnas de la noche se derrumban frente a mi ánimo de Harry Dean Stanton en París, Texas. Travis encerrado en su silencio de molusco, ajeno al holocausto que mordisquea las calles tras su ventana en la madrugada limeña. Hace más de un mes inicié esta vida paralela a la que debería haber mantenido con constancia, pero mírenme ahora, dándole respiración boca a boca desesperado, atento a la reacción propia que la haga levantarse y andar. Ahogándome sin darme cuenta que el mar que me asfixia soy yo mismo. Blog mío que estás por los suelos, petrificado sea tu nombre durante el tiempo que te dejé solo. Un mes y sus días, un mes más heridos y muertos. Syd barret, Naguib Mahfuz, Glenn Ford, Oriana Fallaci, Steve Irwin. Diabetes, vejez, cáncer, mantarrayas. Cuántas maneras hay de morir buscándonos por el mundo todos los días, al doblar la esquina y que pocas maneras encontramos de vivir y sentirnos contentos. Pero hoy he vuelto. He vuelto porque sigo buscando. Porque hay que buscar enlaces consigo mismo en un mundo que te separa constantemenete de lo que eres, que te desdobla sin ánimo metafísico, más bien mortal, como de pescador arrancando al pez de sus entrañas para obtener la comida que EL quiere.

El tema de Syd Barret me tocó hondo, hasta el recuerdo más lejano de mi primera escucha del The Piper at the gates of dawn, hasta la anécdota de un amigo que vive en Londres y que dijo habérselo encontrado en un bus o en el metro o que se yo: "Hey, ¿no eres tú Syd barret?- No, hijo. Yo ERA Syd Barret". Paró el bus. Bajó. Fin de la historia. Después de la promiscuidad de sentimientos, una lágrima avergonzada y calata salió del hotel de mis ojos.
En cuanto a Mahfuz y Glenn Ford la cosa es más clara. Si estás en base 9 no hay muchos proyectos a largo plazo que puedas emprender, a no ser asegurarte una cómoda tumba o frotarte los ojos cada nuevo día que vivas para comprobar que sí, que es verdad, que como decía la mamá de Borges, Dios también es viejo y en su Alzheimer gravísimo, olvidó recogerte por enésima vez. Al menos el egipcio pudo mirar el Nóbel que tiene en su vitrina una vez más antes de exhalar, porque Glenn con el Oscar nunca la vio. Seguro que en la última de esas muecas de cinismo tan bien recordadas, imaginó a la Academia en pleno vestida de Gilda y él cacheteándola eternamente. Mito de Sísifo en un remake hollywoodense.
Ahora me pongo a pensar como son las casualidades. Qué poco originales son los sentimientos que sirven de motor al mundo. Mi habitación, mi cama, mi ventana cerrada, mi computadora, mi música y fuck the world. Qué lejos Oriana, qué lejos estábamos, pero cerca estaban nuestros encierros. Qué pobre petulante me siento al tutearte sin haber sido entrevistado por ti, sin siquiera haberte cargado la grabadora o la cámara fotográfica, aunque quizás en un sueño sí. "Occidente revela un odio por sí mismo que es extraño y sólo puede ser considerado patológico; Occidente ya no siente amor por sí mismo. En su propia historia solo ve lo que es deplorable y destructivo, mientras que no ve lo que es grande y puro", dijiste en mayo al The Wall Street Journal en tu última entrevista y más que hablar del planeta, parecías estar hablando del oriente y el occidente que cohabitan en cada individuo. Es mi teoría utópica. Recuerda que esta madrugada limeña no soy más que Harry Dean Stanton en París, Texas. Entusiasmo que cae como una bolsa desde un décimo piso.
Es hora de dormir. Y no es que me olvide de Steve Irwin, pero sé que el me acompaña junto a los cocodrilos del sueño.
2 y media de la madrugada en Miraflores, Lima, Perú.
7 de la mañana en mi corazón con legaña.